Sekher Castle of Ludy Mellt Sekher

 

UN ÁNGEL ME ACOMPAÑA
Por
Francisco Limonche Valverde


Breve CV
Francisco Limonche Valverde es ingeniero técnico de telecomunicaciones, experto
en soluciones de telecomunicación para la discapacidad y coordinador de dos
grupos internacionales de normalización en estas materias.
Tiene publicadas del orden de 15 libros de carácter técnico y 4 novelas.
Fue galardonado con el Primer Premio de Novela Ciudad de Arganda 1989 y el
Primer Premio del Cincuentenario de Teléfonos.
Está casado y tiene tres hijos





UN ÁNGEL ME ACOMPAÑA



Este relato surgió tras un doble impacto: una visita profesional al Hospital de Tetrapléjicos de Toledo y las lecturas de unas declaraciones de Ramón Sampedro, tetrapléjico, en las que decía "que el movimiento es la vida". Ambas cosas me impresionaron mucho.
A los niños bosnios, y a todos los niños del mundo, a los que la guerra ha quebrado la médula espinal de la esperanza, para que un ángel les acompañe siempre.

Agradezco a Antonio González--Guerrero, maravilloso poeta y mejor amigo, su paciencia y amabilidad en la corrección literaria de este texto.

Agradezco a D. José Quesada, editor, sus consejos profesionales.

1
Caminaba distraído; no recuerdo bien qué pensaba en aquel instante, aunque vagamente me vienen a la cabeza ráfagas de la imagen de mi pueblo.
Tampoco recuerdo cómo sucedió aquello. De improviso me encontré flotando y el aire se tornó liviano. Una extraña sucesión de colores, algún rostro familiar; unas imágenes ininterrumpidas; después un velo y ya no volví a sentir nada, hasta despertar en el hospital. Todo quedaba envuelto en una neblina; algo extremadamente blanco y denso; después susurros, cuchicheos.
El primer rostro que vi fue el de ella. Me miraba entre expectante y angustiada:
-- Hola -- me dijo.
No respondí; en realidad creía estar soñando. Cerré los ojos. Hice un intento por cambiar de postura en la cama. Apenas si conseguí mover la cabeza. Volví a abrir los ojos.
La estancia me resultaba desconocida. Todo me era confuso; tan sólo su presencia contribuía a calmar la sensación de desconcierto y el apunte de miedo que comenzaba a embargarme:
-- ¿Dónde estoy? -- acerté a preguntar.
Mis propias palabras me sonaban a hueco. Eran como el coro repetido de voces ajenas que abriesen un agujero en mi cabeza, de donde salían como el aire que se filtra por una grieta.
-- Has sufrido un accidente. Estás en el hospital Gregorio Marañón -- respondió con una dulzura que me resultó sorprendente, pese a hallarme aún entre brumas.
-- ¿Hospital? ¿Qué es lo que me ha pasado? -- sentí una enorme desgana y un gran vacío al decir esto. Traté de incorporarme. No pude; me resultaba imposible mover un solo músculo.
-- Tranquilízate. No tengas miedo. Ahora vendrán los médicos -- me dijo y la voz se le quebró.
-- Pero ¿qué me ocurre? !No puedo moverme! -- intenté incorporarme una vez más. No sentía las manos. Tuve miedo. La sensación horrible de no controlar el propio cuerpo; de no dominar la situación, me hizo comprender que algo muy grave, y tal vez irreparable, me había sucedido.
-- No puedes moverte, porque aún te encuentras bajo los efectos de la medicación. Tranquilízate. Voy a llamar a los médicos y ellos te explicarán -- su rostro y su voz me resultaban incomprensibles, lejanos, como si en realidad no perteneciesen a ella.
-- Llámalos, por favor -- le supliqué en un hilo de voz y cerré los ojos, sintiéndome confundido y angustiado. Todo me daba vueltas; la habitación, su voz; la imagen de mi pueblo.
Cada latido, cada inspiración se trocaban en ecos de un algo ajeno que de repente se hubiera adueñado de mí. Jamás antes había sentido nada parecido. En realidad, apenas si me reconocía a mí mismo. Sólo cerrar los ojos me proporcionaba la remota sensación de que mantenía algún control sobre lo que me estaba sucediendo.
Incluso María me resultaba lejana y confusa. No era la chica alegre y despreocupada que reía por cualquier cosa. La gravedad de su rostro, el extraño temblor de su voz; el sentirla tan lejos, cuando yo la recordaba con aquella mirada brillante de comerse el mundo, me desconcertaban.
Traté de hacer un esfuerzo y ordenar mis ideas. Todo cuanto pude fue recordar que había salido de la oficina un poco antes de lo habitual. Hacía calor. Había tomado el metro en Moncloa. Recordaba también las estaciones de metro pasando ante mí con rapidez. Gente que entraba y salía con apresuramiento. Un chico y una chica besándose. En Sol pasaron varios soldados al mismo vagón en el que yo me encontraba. Uno de ellos me saludó, probablemente confundiéndome con un superior:
-- ¡A sus órdenes, mi capitán¡ -- me dijo.
Le devolví el saludo con una sonrisa. Cuchicheaban entre ellos. Mi presencia parecía cohibirles, pese a resultarme del todo desconocidos. Opté por mirar a otro lado; hacerme el distraído. Casi me paso de estación.
Subí las escaleras de la estación de Lavapiés de dos en dos. María me esperaba en la cafetería La Campana, a unos metros del lugar. No quería hacerle esperar. Realmente deseaba darle un fuerte abrazo, besarla y tomar sus manos para soñar junto a ella. María era la ilusión que me animaba, el futuro que quería dibujar y construir a fuerza de deseos y pensamientos.
Luego ya todo se volvió borroso. Sólo la persistente imagen de la Plaza Mayor de Villanueva de los Infantes. No recordaba nada más.
María pulsó el botón de aviso situado junto a la cabecera de la cama. No tardó en llegar una enfermera.
-- ¿Qué sucede? -- preguntó.
-- Se ha despertado -- respondió María.
-- Enseguida doy aviso al médico -- dijo la enfermera
María suspiraba. Acariciaba mis mejillas. Me susurraba cosas incomprensibles, a las que yo apenas prestaba atención. Percibía una extraña convulsión en esas caricias. Era como si todo el agitar de su cuerpo se prolongase en el mío y me hiciese vibrar con sus temores. La sentía cerca y lejos a la vez.
-- Es muy grave lo que me ha ocurrido, ¿verdad, María? -- le pregunté conciso, buscando una palabra de consuelo en la respuesta.
-- Sí, pero te recuperarás - contestó sonriendo.
-- No siento las piernas. No puedo mover los brazos. Dime la verdad, María -- supliqué.
-- Tranquilízate, Juan. Los médicos te lo explicarán mejor que yo. Te atropelló un coche... -- no supo proseguir.
-- ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -- inquirí lleno de temor.
-- Doce días -- respondió ella.
-- ¿Doce? -- repetí.
-- Sí. Te han tenido sedado -- contestó.
-- ¿Cómo fue? -- pregunté.
-- Te atropelló un coche al cruzar el paso de cebra de Simago. Te golpeaste con la cabeza en el bordillo de la acera. Luego unos hombres te trajeron en un taxi.
-- ¿Y mis padres? -- pregunté.
-- Están en la cafetería. Nos turnamos. Ahora deben estar comiendo. Se van a poner muy contentos cuando sepan que has despertado. - intentó animarme.
-- ¿Habéis llamado a la oficina? -- me vino a la cabeza todo el trabajo pendiente de resolver.
-- Claro; no te preocupes por eso. - afirmó escuetamente, como sin darle importancia a tan repentina preocupación.
-- ¿Qué me van a hacer? -- me asaltó de nuevo el temor.
-- En cuanto puedan te van a llevar a Toledo. Allí te harán más pruebas. Hay un centro especializado en accidentes como el que has sufrido -- me dijo.
-- María te oigo muy lejos. Llama al médico, por favor. Tengo miedo - sentí como el cuerpo inerte tiritaba.
-- No te preocupes, Juan, ya viene -- colocó sus manos sobre las mías.
No quería abrir los ojos. Mantenerlos cerrados era un alivio. Todo me daba vueltas. De poder salir corriendo lo habría hecho, para dejar atrás la pesadilla.
El médico se hizo esperar. Parecía que el tiempo se hubiera congelado. No deseaba hablar; mis propias palabras me llenaban de zozobra y desasosiego.
Comencé a sudar. Una gota salina se introdujo en mi ojo derecho. Mi vida había dado una vuelta completa en apenas un suspiro. Todo cuanto sentía, quería o anhelaba; todas mis metas o ideales no significaban nada en aquel instante ante la indefensión en la que me encontraba. Era carne prisionera, atada a una cama, sin posibilidad de defensa y en la impunidad del que encadenan a la leva. Era preso de un cuerpo que se negaba a obedecer mis órdenes.
Todo cuanto me rodeaba me parecía lejano. La mesita de noche, de la que apenas vislumbraba el perfil, llena de revistas. El techo alto, blanco, adornado por una lámpara fluorescente de luz difusa. El hueco del pequeño pasillo, que no se sabía si iba a dar a otra habitación o a algún extraño lugar, en aquel laberinto que comenzaba en mi cama.
El médico cortó de raíz mis cavilaciones. Por un momento tuve la sensación de que todo volvía a ser como antes. La voz y sonrisas del facultativo me devolvieron a la esperanza.
-- Ya era hora de que despertaras -- me comentó amablemente, como si la situación careciese de importancia.
No respondí nada. Me quedé mirándole como al mago que te va a dar la pócima de la salud eterna.
-- ¿Cómo te encuentras? -- preguntó.
-- No entiendo qué es lo que me pasa. No puedo moverme -- le respondí, poco menos que sin abrir los labios.
-- Te explicaré lo que te sucede. Hace doce días te atropelló un coche; te golpeaste en la cabeza y a consecuencia del golpe sufriste una lesión medular. No sabemos todavía el alcance definitivo de la misma. Pero debo adelantarte que es algo serio. Sin embargo, no quiero que te preocupes innecesariamente. Estás en muy buenas manos y vamos a hacer todo lo posible para que puedas recuperarte cuanto antes. Debo advertirte sin embargo, que tu vida ya no volverá a ser como antes -- acabó señalando en tono grave.
-- ¿Voy a quedarme paralítico? -- enfaticé con la ansiedad del condenado que anhela el perdón del verdugo.
-- Tus funciones motoras no serán las de antes. Hay posibilidades de que puedas manejarte con una cierta autonomía. Pero tendrás que habituarte a vivir de otro modo -- me dijo, de nuevo con gran seriedad.
-- ¿De qué modo? ¿En una silla de ruedas? -- hube de contener la emoción para no romperme.
-- Sí; en una silla de ruedas. Pudo costarte la vida. Pudiste incluso sufrir una lesión cerebral que te hubiese dejado prácticamente en situación vegetativa. Lo cierto es que estás vivo y que eres un hombre joven. Tienes toda una vida por delante para luchar y afrontar todo lo que te depare el futuro. Lo único que te va a diferenciar de los demás es la altura desde la que contemplar las cosas -- me animó, apretándome las manos.
-- !Yo no quiero vivir en una silla de ruedas¡ !Prefiero morir¡ -- y al pronunciar la frase temblé de miedo y de angustia, y una sensación que jamás antes había experimentado, me hizo retrotraer a los lugares más oscuros del pensamiento.
-- Naturalmente, vas a necesitar ayuda para superar el "shock". La tendrás. De aquí a unos días te enviaremos al Hospital de Tetrapléjicos de Toledo, donde vas a tener toda la que necesites -- me dijo, -- !Yo necesito mover mis piernas. Sólo eso necesito¡ -- grité.
-- Tendrás movimiento. Todo llegará. De momento tendrás que empezar por asumir que lo que ha ocurrido en tu vida es como una prueba. Un alto en el camino. Desde este preciso momento tienes que empezar a emplear toda tu energía en enfrentarte a los nuevos retos que sin duda se te van a presentar. En Toledo aprenderás a hacer uso de recursos de tu propio cuerpo, que quizás te sorprendan. El cuerpo es sólo un mecanismo. La determinación de las personas es la que hace que el ser humano supere todas las limitaciones y no tenga más limites que los de la imaginación. Juan, yo confío en ti. Creo que todo en esta vida tiene solución, excepto la muerte; y tú estás vivo, y te aseguro que con muchos años por delante para sacar de la vida todo cuanto te propongas -- me dijo, brillándole la mirada al hacerlo.
-- Dios mío, Dios mío -- murmuré sin apenas fuerzas, cerrando los ojos una vez más.
-- Por lo demás Juan, te encuentras perfectamente de salud - me animó.
-- Salud era lo que tenía antes. No puedo entender por qué me ha tenido que suceder a mí. ¿Qué es lo que he hecho para merecer algo así? -- mis lamentos eran un grito de dolor contra todos.
-- Un coche se saltó un semáforo a gran velocidad. Tuviste un movimiento reflejo, que probablemente te salvó la vida; pero caíste de cabeza sobre el bordillo. Luego, te trajeron aquí en un taxi. En Madrid, a pesar de todo, hay todavía gente de buena voluntad. Pero también quiero que sepas una cosa. Aunque el daño era ya seguramente irreparable, tu traslado al hospital no fue del todo correcto. Eso nos complicó las cosas. No puedo asegurarte plenamente si en Toledo podrán o no componer lo que se descompuso en el traslado -- me advirtió de nuevo apretando los labios.
-- ¿Quiere decir que si no me hubieran trasladado inmediatamente y hubiesen esperado a un médico, quizás ahora no me encontrara como me encuentro? -- pregunté lleno de nerviosismo, latiéndome a toda velocidad el corazón.
-- No exactamente eso. Hubo precipitación. La ambulancia del Samur llegó tan sólo cinco minutos después de que el taxi se hubiera marchado. Siempre es mejor que sean expertos quienes hagan los traslados. Por otra parte, el accidente resultó muy aparatoso. Perdiste una gran cantidad de sangre. En fin, a veces la gente tiene mejor voluntad que conocimiento de hacer las cosas. Pero no hay que darle más vueltas. Tú sabes que lo que nos haya de ocurrir, nos ocurrirá de una u otra manera. Hay un destino que no es posible eludir. Tú puedes contarlo y sabes que te vamos a ayudar a que puedas sacar el mayor provecho de todo. !Te prometo que lo haremos¡ -- manifestó enfatizando la expresión.
-- Han destrozado mi vida por completo. ¿Qué voy a hacer a partir de ahora? Tenía un buen trabajo. Me gustaba lo que hacía. ¿Qué puedo ofrecerle a mi novia? ; ¿qué puedo ofrecerme a mí mismo? - inquirí atormentado.
-- Todo, cariño -- respondió María, que se encontraba junto a mí.
-- Tú sabes que no es así. Voy a ser un inválido. Soy un inválido. Alguien que necesitará siempre que le echen una mano incluso para sus necesidades más íntimas. Tú sabes María que nunca aceptaré la compasión de nadie. Voy a ser una carga, incluso para mí mismo. Tengo que pensar. Estoy muy confuso.
-- Siempre estaré a tu lado...
-- María, por favor, no digas nada.
Se hace el silencio. El médico me ausculta, más por quebrar la tensión del silencio insoportable que por otra cosa.
El silencio también duele. No quiero escuchar a nadie.
-- Dejadme solo - sollozo.

 


 

 

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2

La vida es una etapa, no sé si hacia otra forma de existencia o forma parte de un proceso más general. Pero de lo que estoy absolutamente convencido es de que desde el mismo instante en que nacemos estamos en cierta medida muriendo. Cierto es que en los albores del segundo milenio la muerte es algo que se trata de ocultar; de no sentir como cotidiano. La sociedad trata de mantener en la esfera de lo estrictamente privado el sentimiento del dolor por la pérdida de los que nos son queridos. A la muerte se le teme; por ello se oculta su rostro, se tapan los aspectos externos, como si con ello se consiguiese mantenerla alejada.
Siempre he convivido con el pensamiento de la muerte. Desde que tengo uso de razón y, más aún en concreto, desde el fallecimiento de mi abuela materna, pienso que en cualquier momento me ha de suceder a mí lo mismo; que la juventud no es sinónimo de vida eterna. En ese aspecto reconozco que quizás maduré demasiado pronto. Quizás contribuyó a ello también la temprana pérdida de mi amigo Alejandro, fallecido en un accidente de bicicleta cuando aún no había cumplido los doce años. Esas cosas marcan mucho a un niño. Más aún cuando al juego sigue la muerte, como si una cosa continuase a la otra. Ver morir a un niño es muy duro para otro niño.
Su madre nos había advertido: "niños, cuidado con las bicicletas. Los coches están donde uno menos los espera". Como una premonición un coche se lo llevó, ante el estupor y desesperación del que ve impotente cómo su mejor amigo cae para no levantarse nunca más.
Todo esto lo tengo más presente que nunca y estoy seguro de que se agudiza por la situación en que me encuentro. Probablemente hubiese sido mejor que el coche me hubiera enviado a mí también al otro barrio. Siempre pensé que iba a ser capaz de afrontar la propia muerte de una manera más resignada. Pero la postración y el hecho de estar prácticamente en una situación de suspensión, en la que otros son lo que deciden por mí, me hace contemplar, sin quejarme, el anticipo de una muerte, a la que temo más de lo que creía.
En realidad he de confesar que siento auténtico pánico. Sin embargo, la sensación horrible de pérdida de control, de impotencia y de pensar que voy a ser incapaz de afrontar con dignidad los últimos momentos, me mantiene en un estado cercano a la catalepsia. No puedo seguir así por más tiempo. !Quiero vivir. La muerte me da mucho miedo¡
¿Qué es lo que me va a ocurrir de ahora en adelante, si no puedo controlar siquiera la respiración? ¿Si me llega una bocanada, de asco y hastío, moriré entre mis propios vómitos? Y tengo ganas de vomitar. No quiero alimentar más a este cuerpo, que me resulta extraño. ¿Cómo podré librarme de la opresión? ¿Cómo afrontar lo que me reste?
Esta mañana hubo un momento en el que traté de abrir los ojos, moverme, y no pude hacer ni lo uno ni lo otro. Me faltaba la respiración. La postura en la que me encontraba no me favorecía; me estaba asfixiando. No pude siquiera dar un grito. Por unos instantes sentí incluso cómo salía del cuerpo. En realidad estoy pegado con clavos a él. Quise abrir los ojos; llamar a la enfermera, a mis padres... no pude ni gritar.
Antes nunca realicé un esfuerzo semejante. Sólo el control de la mente y la voluntad de no morir, porque no me encuentro preparado, me hicieron volver a una vida que se me estaba escapando a chorros del cuerpo. !Qué horrible momento¡
No hace aún veinte días daba saltos, corría, bailaba; era un hombre aún joven, impetuoso y con ganas de comerse el mundo, con sueños y ambiciones... Ahora no soy nada. Sólo un trozo de carne, que aspira a huir de la cárcel del cuerpo.
No encuentro palabras para describir la impotencia de saberme de repente sin destino. Quisiera tener fe en una nueva vida; en una situación donde pudiera moverme con total libertad. Volar tal cual imagino en los sueños. Porque en mis sueños vuelo, floto libremente y sin ataduras. No hay resquicio o lugar en el que no tenga cabida. Me siento feliz, yendo de uno a otro lugar. Incluso el mundo me parece hermoso y hermosas las criaturas que en él habitan. El despertar me hace, sin embargo, sumergir en un abismo de profundidades insondables del que no consigo salir.
No quiero ver a nadie; menos aún a María, a la que libero de su compromiso para conmigo. La compasión me hace daño; me ofende. Si no puedo ser o estar como ellos, me dejaré morir. No tiene sentido estar permanentemente sumergido en esta horrible neblina.

Comprendo lo extremadamente dura que ha de ser la prisión para quien antes fue libre. Pero de lo que estoy absolutamente convencido es de que no hay peor castigo que ser libre y no poder moverse. La libertad es el movimiento. Es mucho peor que estar preso. Además, confieso que soy un cobarde que tiene mucho miedo. Ni mis padres, ni los médicos ni los psicólogos podrán aliviar la condena que me corroe y que amenaza con hacerme estallar por dentro.
Ahora más que nunca me gustaría creer que tras ésta hay otra vida. Si así fuese; si yo creyera que en verdad existe esa otra puerta a otro mundo distinto, pediría que se me facilitase cuanto antes la llave para dejar lo más atrás que pudiera este antro de dolor.
No existe nada tras la muerte. El cuerpo es pura química y reacciona con impulsos de dolor frente a la propia disolución.
Siempre creí que mi abuela era el ángel que me advertía de los más graves peligros. Sin embargo, el día del accidente de nada me sirvió su pretendida protección. Sencillamente la abuela sólo tenía continuidad en mi pensamiento. Nada más de ella ha permanecido en este o en otro mundo. Su hipotética presencia era un efecto placebo y adormecedor de la mente, que ante la pretendida protección de la que creía gozar, me hacía ser descuidado ante cualquier peligro potencial.
Las enseñanzas religiosas actúan como una bola de nieve que envuelve a las personas generación tras generación. ¿Dónde se encuentra lo eterno del ser humano? En los días que llevo en el hospital he tratado desesperadamente de percibir siquiera un resquicio de esa luz; un algo que aporte el consuelo necesario a la existencia. Nada; no he sido capaz de ver o intuir sencillamente nada.
De pequeño iba a misa los domingos. Me gustaban los cánticos. La ceremonia; el olor a incienso. La majestuosidad del templo inducía en mí un recogimiento y una especie de hormigueo que pensaba yo era por la presencia de Dios y porque en efecto allí se hallaban las puertas del paraíso.
Ahora no soy capaz siquiera de rezar un padrenuestro. Me revelo contra el destino y contra quien haya dispuesto que me vea sin más vida que la de un cerebro que de un momento a otro, de seguro va a estallar.
En unos instantes vendrá la enfermera a retirarme la cuña de la orina. Me molesta la naturalidad con la que hurga mis intimidades. Me da asco mi propia mierda. Me siento más indefenso que un niño. No consiento que nadie me ponga las manos encima. No sé si soportaré sin gritar que lo haga de nuevo. El cuerpo actúa solo. !No controlo el momento de hacer mis necesidades¡
-- Hola, Juan, ¿cómo te encuentras? -- me saluda la enfermera, interrumpiendo mis reflexiones.
-- Ya ves, aquí me ando -- le respondo con toda la sorna de que soy capaz, pero a la vez con toda la dureza de la rabia que me explota por dentro.
-- Bueno, vamos a cambiarte de posición y a higienizarte un poco -- prosigue, como sin dar importancia a mis palabras.
Y lo hace con la dulzura del prepotente; del que se puede mover libremente. No sabe el daño que me hace. No soy capaz de gritar. Con las escasas fuerzas con las que puedo manejarme y girando parte del cuerpo con el cuello, hago todo lo posible por perturbar su trabajo. Me opongo. Es la lucha de David contra Goliat. Lo intento desesperadamente. Ella parece darse cuenta.
-- Somos unas pesadas, ¿verdad? -- insiste y consigue vencer mi resistencia.
-- Hacéis vuestro trabajo -- le digo, y cierro los ojos para que no perciba mi emoción.
Me pregunto cómo una mujer tan aparentemente frágil, no debe pesar más allá de los cincuenta kilos, es capaz de manejar con tanta soltura a alguien como yo, que pesa más de ochenta. Lo hace con exquisita suavidad. Huele a naftalina, a monjita. Por unos instantes me dejo hacer.
-- ¿No te da asco oler mis porquerías? -- le digo.
-- A todo se acostumbra una. Hay cosas mejores, desde luego. Pero para eso estamos -- me contesta.
-- !Yo no quiero que nadie me limpie el culo. Quiero ser yo mismo quien lo haga¡ Nunca antes le había enseñado a nadie mis partes. No me ha gustado siquiera que me vea mi novia. Y tú te mueves por ahí como Pedro por su casa -- le confieso con enojo.
-- No me ofendo. Para mí son una parte más del cuerpo. No me producen ninguna emoción. Y desde luego tu hombría la sigues manteniendo intacta. No te preocupes por ello -- matiza suavemente, sin mirarme a los ojos.
Llega la noche. Y con ella el insomnio, que se torna cruel. Trato de relajarme; de olvidarme de que soy reo del propio cuerpo. No lo consigo. Parece como si en mi interior habitasen dos personas. Las dos hablándome a un tiempo. Voy a volverme loco de seguir así.
Si no hubiese nacido todo hubiera sido distinto. ¿Por qué hube de nacer? Fue tan sólo el destino, o el azar, quien lo determinó. Millones de espermatozoides luchando por fecundar al óvulo. De todos ellos, uno ganó la partida. Y aquí estoy yo, que lo mismo podía haber que no haber sido.
De no haber nacido nada de esto me estaría sucediendo. Ni hubiese venido a esta vida tan extremadamente dura para todos.
Sé que es absurdo, que naturalmente de no haber nacido no sufriría, pero tampoco gozaría del hecho de vivir. Lo cierto es que los hombres no disponemos, como el resto de las especies, de la capacidad de no pensar en la propia muerte. Las demás especies afrontan incluso de otra manera la incapacidad de sus iguales. ¿Cómo es posible pensar que me vaya a quedar de por vida en esta situación? Ningún animal mantiene a otro animal inválido. Además, no he sido útil a la sociedad. Llevo toda la vida formándome para ser útil a los demás: estudiando, aprendiendo, leyendo. Cuando justamente me encuentro en la plenitud de energías y recursos, todo se vuelve en mi contra y, de ser potencialmente útil, me transformo en carga pesada.
Y por qué me ha de dar miedo la muerte. ¿No mueren diariamente millones de personas en todo el mundo? La muerte ha de ser una especie de tránsito, como lo es el nacimiento. No creo ser distinto a los demás. Me da miedo la angustia, el dolor, la soledad; el no poder respirar y tratar desesperadamente de llenar de aire los pulmones. No sé cómo explicar lo que siento. Lo más cercano que recuerdo es la impotencia que sentía en las aguadillas que me hacían de pequeño en la piscina. Aunque imagino que ese instante de angustia máxima será un momento nada más. Cierto que un momento horrible. Pero luego vendrán la paz y el silencio.
Lo peor es que me entierren con vida. Si el cuerpo entero se detiene pero por dentro sigue aún vivo, ¿quién lo habrá de saber? He leído que al cabo de los años, cuando se desentierran los cuerpos de los muertos, algunos presentan señales de haber sido enterrados con vida. Uñas y dedos rotos; las mandíbulas fuera de sí. Me estremezco sólo de pensarlo.
Creo que lo mejor es la incineración. De existir algo de vida el fuego se la lleva consigo. De haber algo en el más allá, da igual la forma en la que quede el cuerpo.
Cómo pueden hacerme comulgar con ruedas de molino. No existe nada, sino una cadena en la que el hombre pasa al hombre un testigo. Pero somos una especie efímera. Llegará un momento en que las ratas, los piojos y las chinches sean los dueños del Planeta. Puede que, para entonces, alguna cucaracha con las patas rotas se haga las mismas preguntas que yo. Me gustaría creer en algo. Es más, necesito creer. Pero por más vueltas que le doy no consigo vislumbrar nada. El sueño es un escape. Quisiera creer que en realidad es un anticipo. Pero no es antesala de nada; es una especie de hibernación de los pensamientos durante el descanso del cuerpo, quizás precursor de la muerte. Pero, tras el sueño como tras la muerte, no hay nada.
Hoy más que nunca necesito tener fe. !Necesito creer en algo para no morir de desesperación¡
¿A quién se le puede haber ocurrido la crueldad de dar vida a monos pensantes? Cuándo más a gusto se encuentra el primate en la vida, !pum¡ se da de morros contra el árbol que le hace despertar del sueño absurdo de esa pretendida felicidad en la que creía vivir.
No es que sea tan ingenuo como para pensar que todo este orden de galaxias, estrellas y Planetas haya surgido de manera espontanea; pero aún habiendo un Creador, ¿qué sentido tiene para el orden cósmico la existencia del hombre? ¿Por qué ha de ser más el hombre que la cucaracha o la lombriz?
Y ese Creador ¿tiene sentimientos? Naturalmente desde el punto de vista humano o como el hombre, no. Puede que precise del hombre para experimentar. Para transformar la naturaleza y comenzar de nuevo otro ciclo, en el que cualquier otra criatura capaz de moverse y de hacer uso de lo aprendido, transforme el medio, hasta que llegue otra vez el momento en el que éste se equilibre, en la medida en la que el Creador lo estime oportuno.
Porque el Creador puede ser cualquier cosa, una ecuación matemática o una galaxia más grande que las demás. Pensar en el Creador como en un ser grande, de barbas y aspecto bonachón, es la interpretación humana de lo que se desconoce y se quiere ver como uno es capaz de entender.
Confieso que me gustaría sentirle como un padre. Cuando murió Paquita, amiga del alma y de tercero de BUP, lloré mucho su muerte. No fui capaz de entender que Dios quisiera llevarse a una chica tan angelical. Me revelé contra tan grande injusticia. Pero lo único que pude fue lanzar miradas asesinas al Cielo. No es justo que se vayan los buenos y se nos deje tan solos.
Una noche, tres o cuatro meses después de su muerte, sucedió algo extraño. Justo cuando más la lloraba; cuando más la echaba de menos y me lamentaba del terrible infortunio de la soledad en que nos dejaba, experimenté una experiencia inenarrable. Tenía la luz apagada y sólo una raya de luna se dejaba filtrar por la ventana. De repente, la habitación se iluminó y creí ver al trasluz una bellísima mujer envuelta en un halo tan hermoso como difícil de describir:
-- Paquita ¿eres tú? - pregunté en silencio.
No hubo respuesta. No sentí miedo. La miré fijamente.
Aquella visión se prolongó por espacio de un minuto o quizás más. Me deleité contemplándola.
Lo eché todo a perder cuando quise iluminar su cara; verla más de cerca. Enfoqué mi linterna hacia su rostro. Entonces desapareció.
Aquella visión ha sido la experiencia más curiosa y a la vez más bella que jamás haya experimentado. Repito, no tuve miedo, sino una sensación de dicha como nunca antes había experimentado. Y sé que era ella. Aquella noche dormí en la mayor felicidad. Me sentí relajado, reconfortado. Y los efectos de su presencia se prolongaron en mí durante mucho tiempo.
Comenté con los amigos lo sucedido. Hubo versiones para todo. He de confesar que yo mismo estuve convencido de lo sobrenatural de la experiencia. Sin embargo, el paso del tiempo y la razón me hicieron replantearme aquello y contemplarlo desde otro prisma.
Cuánto me gustaría que fuese verdad la luz del túnel de la que hablan los que han pasado por experiencias cercanas a la muerte; el recibimiento por los seres queridos. Si así fuese, superaría todos mis miedos y me dejaría morir. Pero yo creo que a la muerte hay que plantarle cara, y la verdad es que ahora no tengo fuerzas ni para compadecerme de mí mismo.
Tras mi muerte no habrá nada. Quiero aferrarme a esa pequeña luz de esperanza que parece dibujarme la borrachera de no sé qué hipotética armonía futura. Pero lo cierto es que los hombres lo hemos construido todo sobre la base de los sueños, y sólo eso y nada más que eso sustentan mis pensamientos.



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