|  | 
  
   
 
 
 
 
 
  
 
      EL
BOSQUE 
   I.S.B.N. 2.345.930.N
 ©Ludy Mellt Sekher
 ©Editorial LMS
 
       A la Memoria de la única persona que
 encontré en este mundo con verdadera Armonía,
 Mi Padre.
 DIOS ESTÁ CONTIGO PAPITO
 Ludy Mellt Sekher
 
  
UN MILAGRO EN 
 EL JARDÍN
   
Versión  Portugués 
Y por un raro sortilegio el 
árbol se convirtió en hombre. No supo cuántos siglos habían pasado... No supo 
qué fue de su compañera en el bosque.Ahora no podía entender la dimensión tiempo y espacio...
 La luz se recreaba entre el follaje, reflejando en el alfombrado verde y 
amarillento del bosque, grotescas y fantásticas siluetas de las sombras de 
altísimos árboles, arbustos y enredaderas.
 Se difundía entre aquella enmarañada vegetación, una espesa neblina que brillaba 
al destello del sol y cubría los árboles de un velo nacarado, que no dejaba 
divisar el castillo incógnito que buscaba el caballero.
 Sediento y destrozado, llevaba muchos días de agobiador viaje. Se hallaba 
doliente y triste… Se sentía al borde de un abismo sin fondo. Ya no podía, casi 
continuar. Había deambulado calurosos desiertos, espesos bosques, y selvas 
sombrías. Cortando gruesas ramas que interceptaron su paso, y abriéndose camino 
por entre las gigantescas y espinosas plantas. Su corcel blanco extenuado, casi 
abandonado. Su ropaje pesaba como una capa de plomo sobre sus hombros.
 Quería desechar la duda y la aprehensión de sus pensamientos. La leve esperanza 
de encontrarla esta vez para siempre, se le iba deshilachando entre sus sueños y 
anhelos.
 Al penetrar en aquella selva exuberante, donde el canto de las aves, el murmullo 
del viento, el sonido enigmático, secreto y recóndito del bosque, formaban un 
coro nunca oído, se sintió electrizado y delirante por una incipiente felicidad…
 Aquel cántico de pájaros exóticos y extraños, a pesar de ir agotado y 
deshidratado, le hacía olvidar su terrible cansancio. Oyendo ese maravilloso 
coro, que desde muy lejos le brindaba la naturaleza, con voces sibilinas de 
ilusión, algo remoto le subyugó el pensamiento…
 Pensó en dejar el caballo y seguir solo su camino por la selva, cortando gruesos 
troncos de fuertes rastreras, buscando el sendero de vuelta a aquel excelso 
paraíso donde vivió un sueño sublime, que inocente y honesto había extraviado…
 Trataba, a pesar de todo, de llegar algún día al recóndito castillo, y una 
exhalación pareció que despedía su corazón por la boca. Ese corazón que días 
atrás había pulsado en su pecho una alarma de peligro. Debía cuidarse. Sentía 
ultrajado su orgullo. Sin quererlo, sintió un profundo rencor por la soledad que 
había señalado su destino…
 "¿Qué es la vida, sino el hoy mismo?", se preguntó recordando el tiempo que 
estuvo cerca de la muerte. Asesina cadavérica que no logró conquistarlo porque 
un ángel celestial la expulsó de su lecho. "¿El ángel es mi vida?"…
 Era un hombre justiciero, leal y fiel como ninguno, poseía una personalidad 
magnífica y bondad excepcional. Por primera vez sentía miedo, un miedo 
espiritual que llenaba de estupor su alma.
 Era un hombre recto y erguido como un ciprés, de ancha y musculosa espalda, 
espeso cabello renegrido, con un brillo azulado que le otorgaba un aspecto de 
hechicero. Sus ojos oscuros, de mirada profunda y ardiente, reflejaban en su 
brillo centelleante, la sangre apasionada y fogosa de su raza. Sus facciones 
viriles, perfectamente delineadas, mentón firme con una linea al medio y labios 
fuertes, le otorgaban un aire soñador a su rostro.
 Era un hombre de extrema tranquilidad escondida bajo su piel, pero cuando la 
injusticia se ensañaba contra él o los suyos, explotaba como un volcán impetuoso 
y ardiente.
 Decidió detener su caballo, quitándole los arreos que tiró a la tierra. Comenzó 
a recorrer el camino solitario entre la selva. En el trayecto, mientras cortaba 
con su machete cuanto se interponía a su paso, recordó su pasado: sus abuelos, 
sus padres, sus amores, sus pasiones, sus aventuras heroicas, su esposa, y sus 
hijos. Todo pasó por su mente como una película desde su infancia hasta ese 
presente. Un hoy. Un ahora que se desplegaba frente a su vida como un enigma.
 Continuó su sendero, guiado quién sabe por qué o por quién. La niebla se fue 
disipando lenta y sorprendente, y de improviso surgió en un castañetear de 
chispas, un portentoso arco iris, que le invitó el camino a seguir. El final 
donde yacían sus colores. Y en ese límite entre la tierra y el cielo multicolor, 
divisó la silueta de un castillo encaramado sobre la cumbre de una gran montaña.
 Miró el horizonte, era lejos, muy lejos… De pronto encontró un riachuelo 
cristalino, donde sus dulces aguas transparentes le brindaron el descanso y 
aliento para reanudar su búsqueda. Una cascada blanca de espuma le inundó desde 
lo alto de un declive. Se dejó bañar sintiéndose reconfortado, bendecido. Algo 
esotérico le anunciaba que estaba cerca, muy cerca… Y un pensamiento dañino 
cruzó por su mente:
 "¿Seguiré buscando? Ya la perdí, ¿Para qué seguir?" …
 Sin pensarlo, se quedó dormido junto al río, apartando primero la maligna 
elucubración que horadó su mente.
 Un aletear de alas conocido y rasante lo despertó. Incorporándose rápido de la 
hierba que le sostuvo cual un plumón, y ya de pie, miró hacia el cielo azul 
resplandeciente. Buscó el ave que le rozara, pero solo se veía el arco iris. 
Continuaba en el mismo lugar. ¿Cuánto tiempo durmió? No lo sabía, pero se sentía 
feliz, fortificado, sano.
 "¿Donde está?" Escudriñó los rincones del cielo y la tierra… ¡Nada! No la veía 
ni siquiera entre las copas de los árboles.
 El concierto de pájaros era melodioso y confortante. El sol volcaba sus rayos en 
perpendiculares líneas sobre el paisaje, que ahora se le mostraba distinto, 
espléndido, lujuriante de flores, mariposas, colibríes, con todo lo que el Señor 
de los Cielos podía ataviar un edén. Y prosiguió el sendero hacia el final del 
arco iris, que, como brújula le mostraba su norte.
 A medida que avanzaba por ese nuevo sendero, se le brindaba un maravilloso 
espectáculo. Exuberantes plantas con capullos paradisíacos, mariposas 
multicolores libando las mieles, cervatillos, venados, lagos iridiscentes 
poblados de cisnes enteramente blancos, y otros de cuello negro. Pájaros 
extraños y fantásticos que volaban contorsionándose por el aire, nidos colgantes 
rebosantes de pichones.
 Buscó con su mirada hechicera a su águila amada por los cielos, pero no la veía 
por ninguna parte. Sintió redoblar su pena en el corazón que palpitó 
fuertemente. Experimentó un temor irresistible por su salud, por su corazón que 
parecía no querer contener más emociones…Y ascendiendo el terreno que se 
empinaba cada vez más hacia arriba de la montaña, se transformó instantáneamente 
el panorama.
 Aparecieron ante sus ojos dos árboles… Dos árboles conocidos… Pero esta vez 
repetidos. Ya no eran ellos solos, sino muchos. Todos formaban una doble hilera 
a los costados del camino que se ensanchaba, hacia el punto final donde se 
encontraba el castillo, iluminado misteriosamente por un sol desconocido y 
fascinante.
 Los árboles se mantenían uno al lado del otro con sus troncos bien unidos, por 
arriba sus ramas se entrelazaban techando el cielo, no dejando pasar ni un 
vestigio de espacio celeste. Solo el camino se extendía a sus pies facilitándole 
el trayecto, que ya no semejaba ir en ascenso. Un senda ancha, sin hierbas, solo 
la tierra tapizada de hojas de los mismos árboles, entretejida por las raíces.
 Siguió el camino marchando aceleradamente, con una urgencia desesperada en el 
alma. Sabía de una forma inexplicable que al llegar a aquel castillo, 
encontraría a su águila blanca…
 A medida que caminaba y caminaba, sentía que la salud volvía a su cuerpo. Miraba 
hacia sus lados, y los árboles parecían hablarle palabras oídas, poemas llenos 
de amor, letras que le alentaban. Observaba asombrado el techo verde abrazándose 
con las ramas y hojas. Por momentos quería descansar, detenerse, otra vez 
confundido "¿Qué puede pasar?" Más signos de interrogación penetraban en su 
mente. "¿Y si arruino todo aquello tan hermoso que viví en aquel paraíso?"…
 Se tumbó sobre la tierra tibia, quería detener su pensamiento confundido, 
saturado de dudas que lo enloquecían…
 Recostó su cuerpo sobre la hierba, quedó tendido en el suelo sagrado de aquel 
lugar. Estaba a punto de llegar, no obstante sentía temor, un miedo 
inexplicable. —¡No tengo derecho a hacer esto! ¡No puedo ser feliz así! —gritó.
 Y se durmió profundamente. En su sueño, las níveas alas del águila acariciaban 
su cuerpo, como si fuera una sirena con un suave roce que le entibiaba el alma y 
aliviaba su espíritu. "¡Estoy soñando! ¡Estoy soñando!"… Repetía esas palabras 
en su mente.
 De pronto la mirada penetrante y fija del águila, verde como las hojas de los 
árboles, atravesó sus ojos llegando hasta el punto focal de su alma… Se 
despertó.
 Allí estaba, junto a él, efectivamente sanándolo con sus plumas, desde su cabeza 
hasta los pies. ¡Era ella! ¡Sí, era ella! Su mismo rostro, la misma sonrisa, la 
misma mirada. Pero ahora, no era un águila … Era un Ave Fénix.
 Ella, comenzó a alejarse de él, de frente a su rostro, con sus alas extendidas, 
tan grandes, que parecían las de un ángel, e iluminándolo totalmente. Sus rayos 
de luz atravesaban los árboles, lo bañaban a él con multicolores destellos de 
fulgor, y se expandían por todo el sendero, encendiendo los troncos, ramas, y 
hojas de los árboles, con majestuosos matices conformando miles de arco iris, en 
un espléndido escenario de luz y color.
 Como el magnetismo de un gigantesco imán, una fuerza misteriosa emitida por el 
ave, haló de su cuerpo. Ya de pie, siguió al ave fénix que se dirigía al 
castillo. No sentía voces, solo luces, colores, sinfonías, amor…
 Extasiado y sereno como nunca en su vida, con fuerza, sano, feliz. La imitó 
orientándose hacia donde el ave maravillosa lo llevaba.
 Llegó al fin al enorme y majestuoso castillo. Una inmensa puerta de oro con 
incrustaciones de marfil y perlas se abrió de par en par. Ella seguía penetrando 
hacia adentro del castillo. Y él traspasó el umbral…
 Un grandioso salón se presentó ante su vista. Vitrales multicolores, dejaban 
entrar los rayos del sol, el piso alfombrado de nubes celestes y rosadas que 
llegaban hasta sus rodillas. Sintió que no caminaba, solo flotaba dentro de 
aquel lugar jamás imaginado. El ave fénix, continuaba atrayéndolo, esta vez 
hacia una escalinata de cristal.
 La escalinata comenzaba su base desde las nubes del piso, y se abría en tres: 
dos hacia los costados derecho e izquierdo, y la central continuaba de frente a 
él. Deseaba tener mil ojos para poder ver todo el esplendor que se presentaba 
ante él.
 El ave luminosa y radiante extendió sus alas hacia él. Lo levantó sin tocarlo 
con una energía singular, y elevándolo en el aire perfumado, lo colocó en el 
primer peldaño de la escalera central.
 Al posar sus pies en el cristal diamantino de la escalera, sintió algo nunca 
vivido. ¡Le crecían alas!… El ave prosiguió su camino de espaldas hacia el 
destino donde le conducía, y él comenzó a ascender, pero esta vez sus propias 
alas le crecían y crecían, aligerándole el paso. Fue tan veloz subiendo, que sin 
darse cuenta se encontró frente a otra puerta. Una puerta moldeada de zafiros, 
esmeraldas y rubíes.
 El ave quedó suspendida a un costado, y con una de sus alas le invitó sin 
musitar palabra alguna, a franquear esa puerta. El, colmado de felicidad, paz y 
amor, no supo qué hacer. Como siempre, esperaba que ella diera el primer paso…
 Sin embargo, aparentemente el ave no hizo ningún gesto. La magnifica puerta se 
abrió sola desde el medio, en una perspectiva tan maravillosa, tan 
incandescente, que no lo pudo soportar. Instantáneamente se desmayó…
 Tímidamente se abrieron sus ojos y aunque fueran hechiceros, nunca habían 
concebido lo que vio.
 Era una cámara sin ángulos ni líneas. Por arriba conformada de un firmamento 
repleto de estrellas, lunas y soles. Miró a sus lados, por un costado vio un 
amanecer radiante despertándose desde un mar azul y plateado, donde bellísimas 
gaviotas blancas volaban dichosas. La arena de la playa brillaba como polvo 
dorado. Se extendieron sus ojos buscando algún límite. No había…
 Volteó lenta y embelesado la cabeza hacia el lado opuesto. El paisaje mostraba 
un atardecer poblado de nubes rosadas y lilas, y anaranjados dibujos que se 
proyectaban sobre unas montañas de suaves curvas, sin picos, sin líneas duras. 
Buscó otro límite. No había…
 De los cerros caían cascadas de azulina y bruñida agua que desembocaban en un 
lago serenísimo que se extendía de frente a él. Miró hacia adelante buscando 
otro límite. No había…
 No supo cuanto tiempo permaneció mirando hacia al frente, suspendido el 
pensamiento, formando parte del horizonte del lago, que se unía al cielo en una 
nube rosada que ascendía como lenguas desde el agua, y como volutas se elevaban 
hacia lo alto enredándose con las nubes multicolores. Su mirada fue más allá del 
horizonte buscando un límite. No había…
 Miró hacia abajo. ¿Dónde estaba su cuerpo? Por debajo, un alfombrado verde 
intenso le ofrecía esplendoroso un lecho de flores y plumas. ¿Quién lo había 
recostado allí? Buscó el ave, pero no la vio.
 Una melodía increíblemente bella y pacífica se oía, no supo de donde venía esa 
música. Arpas fantásticas, liras oníricas, violines celestiales ejecutaban la 
más hermosa canción en sus oídos. Un perfume conocido le invadía los pulmones y 
el cuerpo entero. Sanándolo. Sanándolo….
 Se sentó en el lecho etéreo para buscar a su dulce amiga y miró por detrás suyo. 
Allí se encontraba el ave fénix, tan luminosa, y etérica que deslumbró sus ojos. 
No pudo hablar, no pudo hacer ni un solo gesto, como antes, no pudo ejecutar un 
solo movimiento…
 El ave fénix comprendiendo su asombro, fue apagando su resplandor y se convirtió 
en el águila blanca. El extendió los brazos para alcanzarla pero no se podía 
mover.
 Súbitamente, en un estallar de luces que le cegaron por un instante, el águila 
estaba a su lado, pero ahora ya no era su águila amada, era un pequeña, diminuta 
colibrí. Y batiendo sus alitas se posó en su mano abierta, que besó como devota 
besara la mano de un rey.
 El miró con amor aquella pequeñísima ave que nunca lo había abandonado. Quiso 
acariciar sus plumitas y tuvo temor de lastimarla. Entonces besó sus dedos con 
un roce inmaculado de sus labios. Y ese beso fascinador logró el milagro… El 
minúsculo colibrí se transformó al instante en mujer…
 Aquella inolvidable dama, que un día él pensó que era mitológica, inalcanzable, 
muy lejana… Ahora, hoy. Allí estaba con él.
 En la más bella e increíble habitación del gran castillo… Y ella se quedó junto 
a él dulcificando sus penas, relatándole mil leyendas rebosantes de poesía.
 Mientras aquella música celestial acompasaba su voz, ella paralizó el tiempo…
 Y el tiempo se detuvo. Se paró para siempre dentro de la sala. Porque ese 
aposento del castillo era el corazón de ella, que poseía esa cualidad 
desconocida. La virtud de detener el tiempo. Interrumpir el paso de las horas 
dentro de una extraña dimensión desconocida para él, que era solo de ella.
 Y en la tierra nada ni nadie se movió. Los pájaros quedaron suspendidos en el 
vuelo, los ciervos y demás animales de los bosques, inmóviles sobre la hierba. 
Cada ser viviente quedó estático en la forma en que se encontraban cuando el 
picaflor se convirtió en mujer. Las nubes no viajaban, el sol no se desplazó. El 
viento paralizado en su recorrido. Las personas en las ciudades, al igual que 
los coches y los ruidos quedaron estampados en un cliché
 Los dos permanecieron juntos. Allí. Dentro del corazón de ella.
 Su poesía, su amor, la devoción a su Rey, se testimonió en todo su esplendor. 
Entonces, él comprendió, entendió cuál era el misterio…Optimismo, euforia, 
bienestar, contento natural. La embriaguez lo suavizó, le fue infundiendo ese 
estado de felicidad que sólo puede compararse con la belleza teológica. Y sintió 
que estaba en gracia de Dios.
 ¿Y de dónde venía esa gracia de Dios, esa alegría deliciosa y lánguida?
 Le llegaba de ella, de su habitación en ese castillo, que era su corazón 
increíble y único. De la armonía integral de cielo y tierra, de mar y aire. Del 
ritmo entre la bahía y el monte, entre el oleaje y la arena que bajo la custodia 
del sol se hacía y se deshacía.
 No quería salir de allí. Una vez que entró no quería salir jamás.
 La ternura y el amor no le herían los ojos. El sonido de las olas no dañaban los 
oídos. La caricia del agua sobre la arena no le ofendía la piel…
 Dentro de ese recinto extraordinario, detuvo también su tiempo. Apoyado en ella, 
quedó abstraído, con la vista perdida buscando un límite… Contemplando el 
firmamento, el fulgor de las estrellas, la calma bienhechora, la mansedumbre que 
en solemne instante hiciera luz en las tinieblas de su alma.
 Aunque el tiempo se detuvo en la mayor gloria, incontable por minutos, porque en 
el castillo no existían relojes, él buscaba límites, límites, límites…
 Límites para expresarse, límites para hablar, límites para actuar.
 A pesar de sentirse en el más espléndido de los mundos, transportado, conmovido, 
sano, sereno, reanimado. Igualmente obstinado, quería encontrar un límite para 
su felicidad…
 Adentro de esa sala sin fronteras, sin horizontes, sin ángulos, sin filos, donde 
todo era luz y color, paz y amor, felicidad y esperanza. ¿Para qué o por qué? 
Buscaba un límite que le atara sus manos, que le sellara la boca, que le calmara 
el corazón, ahora saludable, latiendo vigorosa y fuertemente.
 —No pienses nada, déjate estar aquí dentro, este lugar es mío, y en él te 
coloqué en tu trono. Tú eres mi Rey —le susurró la apacible dama que lucía una 
vestimenta rosada, tenue y etérea flotando entre nubes y plumones.
 El seguía sin entender cómo ella podía leer sus más recónditos pensamientos, y 
saber cuantas cosas pasaban por su mente.
 —No busques límites, ¡No!, no los busques, porque aquí no los encontrarás. Todo 
esto que ves y sientes, es mi mundo, mi alma, y no hay límites. En este universo 
yo concibo todo lo que deseo y no necesito nada más. Y aquí te coroné mi Rey — 
dijo mientras sus labios besaron sus manos.
 El continuaba mudo, asombrado, deseoso de permanecer allí todo el resto de su 
vida. Solo la miraba con la ternura infinita que brotaba de sus pupilas 
hechiceras…Pero no hizo nada por ella, no quiso decir nada. No hizo nada por si 
mismo, se empecinaba por no aprender, porque no entendía que lo que ella le 
ofrecía no era un amor carnal y terrestre, sino la gracia de Dios. El amor 
Universal…
 De pronto, ella se convirtió en águila. Y el tiempo reanudó su camino. El mundo 
comenzó a girar nuevamente. Los relojes de la tierra sonaron sus campanas. Las 
nubes trasladaron sus volutas por el cielo. El sol siguió girando…
 En un instante él se encontraba nuevamente en la selva, febril y angustiado, 
buscando su corcel blanco. "¿Otra vez la realidad?" Sintió una pena terrible 
rechinar en su alma. "¿Volver a este mundo de nuevo? ¡Cómo quisiera mantenerme 
en ese lugar eternamente!" Pensaba mientras desandaba el camino de regreso. Con 
nostalgia, tristeza, ternura, arrobo…
 Pero él no sabía que ella lo estaría mirando y amando desde esa dimensión, que 
lo tendría siempre en esa habitación de su castillo. Y cada vez que la buscara, 
ella abriría la puerta de ese reino para que él pudiera volar adentro de él.
 Ahora volvía a ser el Árbol solitario, hambriento de ternura, de cielo, de 
rosas, de su picaflor, de su enredadera, de su águila, de su Ángel Guardián.
 Descendía otra vez cada vez más sus raíces en la tierra. Las apretaba sin darse 
cuenta que en un momento mágico se había convertido en hombre, en Rey, en un 
Arcángel que había amado a un Ángel....
 Pero en el bosque continuaban los dos árboles juntos... Ahora Él había aprendido 
a convertirse en águila, a saber volar. A levantar sus ramas en plegaria 
infinita hacia Dios...
 Entonces sus ramas comenzaron a florecer, a acunar nuevamente los pajarillos del 
bosque. abrigar los sueños como si fueran hermosos nidos...
 Ahora solo le restaba esperar el invierno...
 
 
 
 
  
(Extracto
del libro "El Bosque"de Ludy Mellt Sekher)
 
   
I.S.B.N. 2.345.930.N©Ludy Mellt Sekher
 ©Editorial LMS
 
 
Portugués 
UM MILAGRE EM O JARDIM
 
 
 
 E por um raro sortilégio a árvore se converteu em homem. Não soube quantos 
séculos tinham passado... Não soube que foi de seu colega no bosque.Agora não podia entender a dimensão tempo e espaço...
 A luz se recreava entre o follaje, refletindo no alfombrado verde e amarelado do 
bosque, grotescas e fantásticas silhuetas das sombras de altíssimas árvores, 
arbustos e enredaderas.
 Difundia-se entre aquela enredada vegetação, uma espessa neblina que brilhava ao 
reflexo do sol e cobria as árvores de um véu nacarado, que não deixava divisar o 
castelo incógnito que procurava o cavaleiro.
 Sedento e destroçado, levava muitos dias de agobiador viaje. Achava-se doliente 
e triste… Se sentia à beira de um abismo sem fundo. Já não podia, quase 
continuar. Tinha deambulado calorosos desertos, espesos bosques, e selvas 
sombrias. Cortando gordos ramos que interceptaram seu passo, e abrindo-se 
caminho por entre as gigantescas e espinhosas plantas. Seu corcel branco 
extenuado, quase abandonado. Sua roupagem pesava como uma capa de chumbo sobre 
seus ombros.
 Queria eliminar a dúvida e a apreensão de seus pensamentos. A leve esperança de 
encontrá-la esta vez para sempre, se lhe ia deshilachando entre seus sonhos e 
anseios.
 Ao penetrar naquela selva exuberante, onde o canto das aves, o murmúrio do vento, 
o som enigmático, secreto e recôndito do bosque, formavam um coro nunca ouvido, 
sentiu-se eletrizado e delirante por uma incipiente felicidade…
 Aquele cântico de pássaros exóticos e estranhos, apesar de ir esgotado e 
desidratado, fazia-lhe esquecer seu terrível cansaço. Ouvindo esse maravilhoso 
coro, que desde muito longe lhe brindava a natureza, com vozes sibilinas de 
ilusão, algo remoto lhe subyugó o pensamento…
 Pensou em deixar o cavalo e seguir só seu caminho pela selva, cortando gordos 
troncos de fortes rastreras, procurando o caminho de volta àquele excelso 
paraíso onde viveu um sonho sublime, que inocente e honesto tinha extraviado…
 Tratava, apesar de tudo, de chegar algum dia ao recôndito castelo, e uma 
exhalación pareceu que despedia seu coração pela boca. Esse coração que dias 
atrás tinha pulsado em seu peito um alarme de perigo Devia cuidar-se. Sentia 
ultrajado seu orgulho. Sem querê-lo, sentiu um profundo rancor pela solidão que 
tinha assinalado seu destino…
 "Que é a vida, senão o hoje mesmo?", perguntou-se recordando o tempo que esteve 
cerca da morte. Assassina cadavérica que não conseguiu conquistá-lo porque um 
anjo celestial a expulsou de seu leito. "O anjo é minha vida?"…
 Era um homem justiceiro, leal e fiel como nenhum, possuía uma personalidade 
magnífica e bondade excepcional. Pela primeira vez sentia medo, um medo 
espiritual que enchia de estupor sua alma.
 Era um homem reto e erguido como um cipreste, de larga e musculosas costas, 
espesso cabelo renegrido, com um brilho azulado que lhe outorgava um aspecto de 
feiticeiro. Seus olhos escuros, de mirada profunda e ardente, refletiam em seu 
brilho centelleante, o sangue apaixonado e fogosa de sua raça. Suas facções 
viris, perfeitamente delineadas, mentón firme com uma linha ao meio e lábios 
fortes, outorgavam-lhe um ar sonhador a seu rosto.
 Era um homem de extrema tranqüilidade escondida sob sua pele, mas quando a 
injustiça se ensañaba contra ele ou os seus, explodia como um vulcão impetuoso e 
ardente.
 Decidiu deter seu cavalo, tirando-lhe os arreos que atirou à terra. Começou a 
percorrer o caminho solitário entre a selva. No trajeto, enquanto cortava com 
seu machete quanto se interpunha a seu passo, recordou seu passado: seus avôs, 
seus pais, seus amores, suas paixões, suas aventuras heróicas, sua esposa, e 
seus filhos. Tudo passou por sua mente como uma película desde sua infância até 
esse presente. Um hoje. Um agora que se despregava frente a sua vida como um 
enigma.
 Continuou seu caminho, guiado quem sabe por que ou por quem. O nevoeiro se foi 
dissipando lenta e surpreendente, e de improviso surgiu num castañetear de 
chispas, um portentoso arco íris, que lhe convidou o caminho a seguir. O final 
onde jaziam suas cores. E nesse limite entre a terra e o céu multicolor, divisou 
a silhueta de um castelo encaramado sobre a cume de uma grande montanha.
 Miró o horizonte, era longe, muito longe… De repente encontrou um riacho 
cristalino, onde suas doces águas transparentes lhe brindaram o descanso e 
alento para retomar sua busca. Uma cascata branca de espuma lhe inundou desde o 
alto de um declive. Deixou-se banhar sentindo-se reconfortado, abençoado. Algo 
esotérico lhe anunciava que estava perto, muito perto… E um pensamento daninho 
cruzou por sua mente:
 "Seguirei procurando? Já a perdi, Para que seguir?" …
 Sem pensá-lo, ficou dormido junto ao rio, apartando primeiro a maligna 
elucubración que furou sua mente.
 Um aletear de asas conhecido e rasante o acordou. Incorporando-se rápido da erva 
que lhe sustentou qual um plumón, e já de pé olhou para o céu azul 
resplandeciente. Procurou o ave que lhe roçasse, mas só se via o arco íris. 
Continuava no mesmo lugar. Quanto tempo dormiu? Não o sabia, mas se sentia 
feliz, fortificado, são.
 "Onde está?" Vasculhou os rincões do céu e a terra… ¡Nada! Não a via nem sequer 
entre as copas das árvores.
 O concerto de pássaros era melodioso e confortante. O sol volcava seus raios em 
perpendiculares linhas sobre a paisagem, que agora se lhe mostrava diferente, 
esplêndido, lujuriante de flores, borboletas, colibries, com tudo o que o Senhor 
dos Céus podia ataviar um edén. E prosseguiu o caminho para o final do arco íris, 
que, como bússola lhe mostrava seu norte.
 À medida que avançava por esse novo caminho, se lhe brindava um maravilhoso 
espetáculo. Exuberantes plantas com botões paradisíacos, borboletas multicolores 
libando os méis, cervatillos, veados, lagos iridiscentes povoados de cisnes 
inteiramente brancos, e outros de pescoço negro. Pássaros estranhos e 
fantásticos que voavam contorsionándose pelo ar, ninhos colgantes transbordantes 
de pichones.
 Procurou com sua olhada feiticeira a sua águia amada pelos céus, mas não a via 
por nenhuma parte. Sentiu redobrar sua pena no coração que palpitou fortemente. 
Experimentou um temor irresistível por sua saúde, por seu coração que parecia 
não querer conter mais emoções…E ascendendo o terreno que se empinava cada vez 
mais para acima da montanha, transformou-se instantaneamente o panorama.
 Apareceram ante seus olhos duas árvores… Duas árvores conhecidas… Mas esta vez 
repetidos. Já não eram eles sós, senão muitos. Todos formavam uma dupla fileira 
aos custados do caminho que se alargava, para o ponto final onde se encontrava o 
castelo, alumiado misteriosamente por um sol desconhecido e fascinante.
 As árvores se mantinham um ao lado do outro com seus troncos bem unidos, por 
acima seus ramos se entrelazavam techando o céu, não deixando passar nem um 
vestígio de espaço celeste. Só o caminho se estendia a seus pés facilitando-lhe 
o trajeto, que já não semelhava ir em ascensão. Um senda larga, sem ervas, só a 
terra tapizada de folhas das mesmas árvores, entretejida pelas raízes
 Seguiu o caminho marchando aceleradamente, com uma urgência desesperada no alma. 
Sabia de uma forma inexplicável que ao chegar àquele castelo, encontraria a sua 
águia branca…
 À medida que caminhava e caminhava, sentia que a saúde voltava a seu corpo. 
Olhava para seus lados, e as árvores pareciam falar-lhe palavras ouvidas, poemas 
cheios de amor, letras que lhe alentavam. Observava assombrado o teto verde 
abraçando-se com os ramos e folhas. Por momentos queria descansar, deter-se, 
outra vez confundido "Que pode passar?" Mais signos de interrogação penetravam 
em sua mente. "E se arruíno tudo aquilo tão formoso que vivi naquele paraíso?"…
 Tombou-se sobre a terra morna, queria deter seu pensamento confundido, saturado 
de dúvidas que o enlouqueciam…
 Recostou seu corpo sobre a erva, ficou tendido no solo sagrado daquele lugar 
Estava a ponto de chegar, não obstante sentia temor, um medo inexplicável. —¡Não 
tenho direito a fazer isto! ¡Não posso ser feliz assim! —gritou.
 E se dormiu profundamente. Em seu sonho, as níveas asas do águia acariciavam seu 
corpo, como se fosse uma sereia com um suave atrito que lhe entibiaba o alma e 
aliviava seu espírito. "¡Estou sonhando! ¡Estou sonhando!"… Repetia essas 
palavras em sua mente.
 De repente a mirada penetrante e fixa do águia, verde como as folhas das árvores 
atravessou seus olhos chegando até o ponto focal de sua alma… Se acordou.
 Ali estava, junto a ele, efetivamente sanando-o com suas plumas, desde sua 
cabeça até os pés. ¡Era ela! ¡Sim, era ela! Seu mesmo rosto, o mesmo sorriso, a 
mesma mirada. Mas agora, não era um águia … Era um Ave Fénix.
 Ela, começou a afastar-se dele, de frente a seu rosto, com suas asas estendidas, 
tão grandes, que pareciam as de um anjo, e alumiando-o totalmente. Seus raios de 
luz atravessavam as árvores, banhavam-no a ele com multicolores reflexos de 
fulgor, e se expandiam por todo o caminho, acendendo os troncos, ramos, e folhas 
das árvores, com majestosos matizes conformando milhares de arco íris, num 
esplêndido palco de luz e cor.
 Como o magnetismo de um gigantesco iman, uma força misteriosa emitida pelo ave, 
haló de seu corpo. Já de pé, seguiu ao ave fénix que se dirigia ao castelo. Não 
sentia vozes, só luzes, cores, sinfonias, amor…
 Extasiado e sereno como nunca em sua vida, com força, são, feliz. IMITOU-A 
orientando-se para onde o ave maravilhosa o levava.
 Chegou ao fim ao enorme e majestoso castelo. Uma imensa porta de ouro com 
incrustaciones de marfim e pérolas se abriu de par em par. Ela seguia penetrando 
para adentro do castelo. E ele traspassou o umbral…
 Um grandioso salão se apresentou ante sua vista. Vitrales multicolores, deixavam 
entrar os raios do sol, o andar alfombrado de nuvens celestes e rosadas que 
chegavam até seus joelhos. Sentiu que não caminhava, só boiava dentro daquele 
lugar jamais imaginado. O ave fénix, continuava atraindo-o, esta vez para uma 
escalinata de cristal.
 A escalinata começava sua base desde as nuvens do andar, e se abria em três: 
dois para os custados direito e esquerdo, e a central continuava de frente a 
ele. Desejava ter mil olhos para poder ver todo o esplendor que se apresentava 
ante ele.
 O ave luminosa e radiante estendeu suas asas para ele. Levantou-o sem tocá-lo 
com uma energia singular, e elevando-o no ar perfumado, colocou-o no primeiro 
degrau da escada central.
 Ao posar seus pés no cristal diamantino da escada, sentiu algo nunca vivido. ¡Lhe 
cresciam asas!… O ave prosseguiu seu caminho de costas para o destino onde lhe 
conduzia, e ele começou a ascender, mas esta vez suas próprias asas lhe cresciam 
e cresciam, aliviando-lhe o passo. Foi tão veloz subindo, que sem dar-se conta 
se encontrou frente a outra porta. Uma porta moldada de safiras, esmeraldas e 
rubis.
 O ave ficou suspendida a um custado, e com uma de suas asas lhe convidou sem 
musitar palavra alguma, a franquear essa porta. O, colmado de felicidade, paz e 
amor, não soube que fazer. Como sempre, esperava que ela desse o primeiro passo…
 No entanto, aparentemente o ave não fez nenhum gesto. A magnifica porta se abriu 
só desde o meio, numa perspectiva tão maravilhosa, tão incandescente, que não o 
pôde suportar. Instantaneamente se desmaiou…
 Timidamente se abriram seus olhos e ainda que fossem feiticeiros, nunca tinham 
concebido o que viu.
 Era uma câmara sem ângulos nem linhas. Por acima conformada de um firmamento 
repleto de estrelas, luas e sóis. Miró a seus lados, por um custado viu um 
amanhecer radiante acordando-se desde um mar azul e plateado, onde bellísimas 
gaivotas brancas voavam ditosas. A areia da praia brilhava como pó dourado. 
Estenderam-se seus olhos procurando algum limite. Não tinha…
 Volteou lenta e embelesado a cabeça para o lado oposto. A paisagem mostrava um 
entardecer povoado de nuvens rosadas e lilás, e alaranjados desenhos que se 
projetavam sobre umas montanhas de suaves curvas, sem bicos, sem linhas duras. 
Procurou outro limite. Não tinha…
 Dos cerros caíam cascatas de azulina e brunida água que desembocavam num lago 
serenísimo que se estendia de frente a ele. Miró para adiante procurando outro 
limite. Não tinha…
 Não soube quanto tempo permaneceu olhando para à frente, suspendido o pensamento, 
fazendo parte do horizonte do lago, que se unia ao céu numa nuvem rosada que 
ascendia como línguas desde o água, e como volutas se elevavam para o alto 
enredando-se com as nuvens multicolores. Sua mirada foi além do horizonte 
procurando um limite. Não tinha…
 Miró para abaixo. Onde estava seu corpo? Por embaixo, um alfombrado verde 
intenso lhe oferecia esplendoroso um leito de flores e plumas. Quem o tinha 
recostado ali? Procurou o ave, mas não a viu.
 Uma melodia incrivelmente bela e pacífica se ouvia, não soube de onde vinha essa 
música. Harpas fantásticas, liras oníricas, violinos celestiais executavam a 
mais formosa canção em seus ouvidos. Um perfume conhecido lhe invadia os pulmões 
e o corpo inteiro. Sanando-o. Sanando-o….
 Sentou-se no leito etéreo para procurar a sua doce amiga e olhou por detrás seu. 
Ali se encontrava o ave fénix, tão luminosa, e etérica que deslumbrou seus olhos. 
Não pôde falar, não pôde fazer nem um só gesto, como antes, não pôde executar um 
só movimento…
 O ave fénix compreendendo seu assombro, foi apagando seu resplendor e se 
converteu no águia branca. O estendeu os braços para atingí-la mas não se podia 
mover.
 Subitamente, num estourar de luzes que lhe cegaram por um instante, o águia 
estava a seu lado, mas agora já não era sua águia amada, era um pequena, 
diminuta colibri. E batendo seus alitas se posou em sua mão aberta, que beijou 
como devota beijasse a mão de um rei.
 O olhou com amor aquela pequeñísima ave que nunca o tinha abandonado. Quis 
acariciar seus plumitas e teve temor de magoá-la. Então beijou seus dedos com um 
atrito imaculado de seus lábios. E esse beijo fascinador conseguiu o milagre… O 
minúsculo colibri se transformou ao instante em mulher…
 Aquela inesquecível dama, que um dia ele pensou que era mitológica, inatingível, 
muito longínqua… Agora, hoje. Ali estava com ele.
 Na mais bela e incrível habitação do grande castelo… E ela ficou junto a ele 
dulcificando suas penas, relatando-lhe mil lendas transbordantes de poesia.
 Enquanto aquela música celestial acompasaba sua voz, ela paralisou o tempo…
 E o tempo se deteve. Parou-se para sempre dentro da sala. Porque esse aposento 
do castelo era o coração dela, que possuía essa qualidade desconhecida. A 
virtude de deter o tempo. Interromper o passo das horas dentro de uma estranha 
dimensão desconhecida para ele, que era só dela.
 E na terra nada nem ninguém se moveu. Os pássaros ficaram suspendidos no vôo os 
veados e restantes animais dos bosques, imóveis sobre a erva. Cada ser vivente 
ficou estático na forma em que se encontravam quando o picaflor se converteu em 
mulher. As nuvens não viajavam, o sol não se deslocou. O vento paralisado em seu 
percurso. As pessoas nas cidades, ao igual que os carros e os ruídos ficaram 
estampados num cliché
 Os dois permaneceram juntos. Ali. Dentro do coração dela.
 Sua poesia, seu amor, a devoção a seu Rei, testemunhou-se em todo seu esplendor. 
Então, ele compreendeu, entendeu qual era o mistério…Otimismo, euforia, bem-estar, 
contente natural. A embriaguez o suavizou, foi-lhe infundindo esse estado de 
felicidade que só pode comparar-se com a beleza teológica. E sentiu que estava 
em graça de Deus.
 E de onde vinha essa graça de Deus essa alegria deliciosa e lánguida?
 Chegava-lhe dela, de sua habitação nesse castelo, que era seu coração incrível e 
único. Da harmonia integral de céu e terra, de mar e ar. Do ritmo entre a baía e 
o morro, entre o mar agitado e a areia que sob a custódia do sol se fazia e se 
desfazia.
 Não queria sair de ali. Uma vez que entrou não queria sair jamais.
 A ternura e o amor não lhe feriam os olhos. O som das ondas não danavam os 
ouvidos. A carícia do água sobre a areia não lhe ofendia a pele…
 Dentro desse recinto extraordinário, deteve também seu tempo. Apoiado nela, 
ficou abstraído, com a vista perdida procurando um limite… Contemplando o 
firmamento, o fulgor das estrelas, øacalma-a bienhechora, a mansedumbre que em 
solene instante fizesse luz nas trevas de sua alma.
 Ainda que o tempo se deteve na maior glória, incontável por minutos, porque no 
castelo não existiam relógios, ele procurava limites, limites, limites…
 Limites para expressar-se, limites para falar, limites para atuar.
 Apesar de sentir-se no mais esplêndido dos mundos, transportado, comovido, são, 
sereno, reanimado. Igualmente obstinado, queria encontrar um limite para sua 
felicidade…
 Adentro dessa sala sem fronteiras, sem horizontes, sem ângulos, sem fios, onde 
tudo era luz e cor, paz e amor, felicidade e esperança. Para que ou por que? 
Procurava um limite que lhe atasse suas mãos, que lhe selasse a boca, que lhe 
acalmasse o coração, agora saudável, batendo vigorosa e fortemente.
 —Não penses nada, deixa-te estar aqui dentro, este lugar é meu, e nele te 
coloquei em teu trono. Tu és meu Rei —lhe sussurrou a aprazível dama que luzia 
uma vestimenta rosada, tênue e etérea boiando entre nuvens e plumones.
 O seguia sem entender como ela podia ler seus mais recônditos pensamentos, e 
saber quantas coisas passavam por sua mente.
 —Não procures limites, ¡Não!, não os procures, porque aqui não os encontrarás. 
Tudo isto que vês e sentes, é meu mundo, minha alma, e não há limites. Neste 
universo eu concebo tudo o que desejo e não preciso nada mais. E aqui te coroei 
meu Rei — disse enquanto seus lábios beijaram suas mãos.
 O continuava mudo, assombrado, desejoso de permanecer ali todo o resto de sua 
vida. Só a olhava com a ternura infinita que brotava de suas pupilas feiticeiras…Mas 
não fez nada por ela, não quis dizer nada. Não fez nada por se mesmo, se 
empecinaba por não aprender, porque não entendia que o que ela lhe oferecia não 
era um amor carnal e terrestre, senão a graça de Deus. O amor Universal…
 De repente, ela se converteu em águia E o tempo retomou seu caminho. O mundo 
começou a girar novamente. Os relógios da terra soaram seus sinos. As nuvens 
transladaram suas volutas pelo céu. O sol seguiu girando…
 Num instante ele se encontrava novamente na selva, febril e agoniado, procurando 
seu corcel branco. "Outra vez a realidade?" Sentiu uma pena terrível rechinar em 
sua alma. "Voltar a este mundo de novo? ¡Como quisesse manter-me nesse lugar 
eternamente!" Pensava enquanto desandaba o caminho de regresso. Com nostalgia, 
tristeza, ternura, arrobo…
 Mas ele não sabia que ela o estaria olhando e amando desde essa dimensão, que o 
teria sempre nessa habitação de seu castelo. E cada vez que a procurasse, ela 
abriria a porta desse reino para que ele pudesse voar adentro dele.
 Agora voltava a ser a Árvore solitária, faminto de ternura, de céu, de rosas, de 
sua picaflor, de sua enredadera, de sua águia, de seu Anjo Guardião.
 Descia outra vez cada vez mais suas raízes na terra. APERTAVA-AS sem dar-se 
conta que num momento mágico se tinha convertido em homem, em Rei, num Arcángel 
que tinha amado a um Anjo....
 Mas no bosque continuavam as duas árvores juntos... Agora Ele tinha aprendido a 
converter-se em águia, a saber voar. A levantar seus ramos em prece infinita 
para Deus...
 Então seus ramos começaram a florescer a acalentar novamente os pajarillos do 
bosque. A abrigar os sonhos como se fossem formosos ninhos...
 Agora só lhe restava esperar o inverno...
 
 
 
(Extrato do livro "O Bosque"
 de Ludy Mellt Sekher)
 I.S.B.N. 2.345.930.N
 ©Ludy Mellt Sekher
 ©Editorial LMS
 
 
 
 
 
 | 
 |