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TU AMOR, QUE ES COMO UN RÍO Francisco Limonche Valverde
 
  
 
 Con amor, a Carmenchu y a mis hijos Cristina, Francisco Javier y Roberto.
 Por quererme tanto y por soportar mis malos momentos.
 Agradezco a Carmen Brea su amistad y amabilidad al pasar a limpio
 las correcciones del original y a Angel Huertas la labor correctora.
  
 
| CAPITULO I - Dijo a sus discípulos -es inevitable que haya escándalos, sin embargo, 
¡ay de aquél por quien vengan¡ Mejor le fuera que le atasen al cuello una 
rueda de molino y le arrojasen al mar, antes que escandalizar a uno de 
estos pequeños-. Con esta parábola de San Lucas, Jesús nos habla del mundo 
de los niños, hombres del mañana, apercibiéndonos clara y rotundamente 
contra quien mancillare la inocencia de uno de estos pequeños. Mejor le 
fuera que le atasen al cuello una rueda de molino, dice. Hoy queridos 
niños, habéis recibido a Dios en vuestros corazones. Es quizás esta la más 
grande de todas cuantas sensaciones vayáis a experimentar a lo largo de 
vuestras vidas. Vosotros, que sabéis del amor de una madre, del cariño y 
del desvelo y de esa dulce sensación que produce el saberse amado, recibís 
el mayor de los regalos al que pueda aspirar un hombre: el amor de Dios... 
Pero, a vuestros padres me dirijo. De vosotros y obviamente de mí como 
sacerdote, depende que el amor prendido se mantenga firme ante los vientos 
y tempestades que a todos afectan en esta vida. Los niños imitan a los 
mayores jugando a ser hombres; pero los hombres nos dejamos dominar por 
los más oscuros deseos ¡en tantas ocasiones¡ Es preciso vencer nuestra 
innata pereza a ser felices a cualquier costa; que los niños vean en 
nosotros modelos a imitar...
 Perlan la frente del sacerdote gruesas gotas de sudor. La voz se le 
quiebra y ha de hacer un gran esfuerzo para proseguir. Su mente le dicta 
un mensaje; su corazón, manos y ojos le piden a gritos que salte la 
muralla.
 De igual manera la mujer trata de contener la emoción que, finalmente, le 
desborda. Llora sin recato alguno. Intenta fijar la empañada mirada en los 
ojos del sacerdote. Se diría sin embargo que hubiera entre ellos un 
universo oscuro, que les permitiera contemplarse en la distancia, pero sin 
la posibilidad material de establecer contacto. Alrededor, en la inmensa 
negrura intergalactica, rocas y mundos sin vida.
 - Padres, disfrutad del amor de vuestros hijos; disfrutad y vivir el amor 
de vuestro de hogar. Dios os ha señalado el matrimonio como medio de 
santidad, de igual modo que a otros, hombres al fin y al cabo, nos ha 
marcado otras sendas de entrega, probablemente más duras, por cuanto de 
desprendimiento de lo más íntimo supone la renuncia a la propia naturaleza 
humana.
 Con esfuerzo sobrehumano el sacerdote mantiene erguida una figura, que se 
le quiebra por un dolor profundo. Trata de vencer el imán de unos ojos que 
le subyugan como el mar al río. Fracasa en el intento, y aprieta los puños 
y clava las uñas en las palmas de las manos. Mira al cielo a través de los 
ventanales e implora ayuda. Enmudece. Los niños guardan silencio; los 
mayores cuchichean por lo bajo.
 - La vocación sacerdotal es un don divino, que trasciende a la propia 
voluntad. Cuando os llegue el momento, que nunca avisa de su venida, 
habréis de tomar una determinación. La vida es breve y acaso pueda ser 
maravillosa; pero para vivirla en plenitud es preciso el sacrificio por 
nuestros semejantes, en la entrega a los más necesitados; en la entrega a 
aquellos que carecen de techo, de pan y de paz; a aquellos que buscan y no 
encuentran. Tal vez el Espíritu Santo haya puesta su mirada en alguno de 
vosotros. El camino del sacerdocio es un camino duro, plagado tanto de 
espinas como de rosas...
 El sacerdote enjuga el rostro sudoroso, interrumpiendo su sermón una vez 
más. Luego prosigue con la voz preñada de amargura y dirigiéndose a la 
mujer:
 - O tal vez ni siquiera compense. Los designios de Dios resultan 
inescrutables, y no nos está dado, a nosotros mortales, alcanzar a 
vislumbrar su bendito y anhelado rayo de luz clarificadora. Es evidente 
que el cuerpo mortal e incluso el manido y socorrido corazón aspiran a la 
plenitud; pero las circunstancias nos obligan a veces a renunciar a 
aquello que nos resulta más amado - dirigiéndose a los niños - Yo, 
queridos niños, he sido, como vosotros, un ser predispuesto al ensueño y 
la fantasía. Soñaba un mundo de sosiego y bienestar, en el que todo se 
hallase dispuesto para el disfrute. Ese sueño infantil se ha ido poblando 
de miserias y desventuras. ¿Cómo gozar en un mundo que sufre? Nuestros 
semejantes necesitan de toda nuestra atención; de nuestras oraciones y de 
nuestro consuelo. No es preciso embarcar en puerto ajeno y recalar en 
exóticos lugares. Cristo se hace hombre en el jornalero que carece de pan 
y de trabajo; en el alcohólico que sufre y hace sufrir; en los mutilados 
niños de Argelia..., en la mujer humillada y golpeada en ocasiones hasta 
la muerte. Allá donde sea preciso el espíritu de un niño, ideal a imitar 
por el sacerdote en su entrega a los demás, debe hallarse el hombre, 
dispuesto siempre a la entrega...
 El templo rebosa de fieles. Niños de primera comunión, padres, familiares, 
amigos que escuchan, a veces sin siquiera intuir, lo que encierran las 
palabras de un hombre doblado por la derrota.
 - Como sacerdote me siento en la obligación de transmitiros, en día tan 
señalado como el de hoy, día de vuestra primera comunión, estas 
reflexiones, que son fruto de la experiencia. Cada uno de vosotros ha de 
extraer sus propias conclusiones. Quiero finalizar no obstante, con un 
ruego dirigido especialmente a vosotros, niños. Enseñarnos a los mayores a 
ser como niños; a decir al pan pan y al vino vino. Que el amor y la 
sinceridad imperen en todos...
 Un sacerdote pálido y desencajado imparte la bendición del Dios al que en 
silencio implora ayuda.
 ...
 
 Y no obstante su buena disposición para todo, Juan era hombre al que el 
cambio de la vida de seminario a la de enfrentarse al mundo que pretendía 
cambiar, había sorprendido como el pajarillo al que la ventolera arrancara 
del nido y dejase los recuerdos y emociones en cueros vivos.
 Su vocación religiosa le había venido inducida en parte de su madre, que 
un día se hizo la promesa que, de sacar adelante a aquel niño al que ni 
siquiera podía dar de mamar, dedicaría todo su empeño en que fuera 
sacerdote.
 Cierto que Juan desde su más tierna infancia experimentaba una acusada 
predisposición al misticismo. No obstante, sería su madre, doña Mercedes 
de Carrizosa, quien se encargara de mantener activa en él la llama de la 
fe. Doña Mercedes forjaría en su alma de niño la impronta de unos 
principios que el propio Juan trataría de mantener inalterables, pese a la 
evidencia de un mundo que le mostraba de continuo perfiles insospechados.
 Ingresaba en el seminario diocesano a los quince años. Desde entonces, y 
bajo la tutela de una madre que en el extremo del celo supervisaba hasta 
su correspondencia, su vida no sería sino para y por el sacerdocio, 
cerrando puertas que permanentemente se le abrían y en el adiós a un mundo 
que le reclamaba con la mayor de las sonrisas.
 En ocasiones, y cuando el aparentemente sólido edificio de la fe amenazaba 
la más pequeña desviación, Juan mortificaba el cuerpo con la más dura de 
las penitencias, ya ayunando a pan y agua durante una semana seguida, ya 
flagelándose sin descanso, hasta dejarse las costillas en el puro aire.
 Si era su naturaleza adolescente la que humedecía las sábanas, se arrojaba 
sollozando a los pies del confesor e imploraba:
 - Padre, he pecado, perdón de Dios.
 
 Sin embargo, la mayor de las dificultades se la habría de ocasionar la 
certidumbre de un amor, que de no ser por la impronta del hierro candente, 
se diría más fuerte que el experimentado hacia Dios. Esta disociación 
entre impulso, necesidad vital y obligación para con el Ser Supremo, 
marcarían por siempre su vida.
 
 
 CAPITULO II
 
 Cada día tengo en mi las enseñanzas y consejos del Padre López. Su forma 
de decir las cosas, suave incluso en la recriminación o en la reprimenda. 
Su pensamiento, incoherente, fantasioso, exagerado... Su pasión por el 
conocimiento último de la verdad. Su hambre de saber. Su continuo y 
constante esfuerzo por expresarse con el mayor rigor, a la vez que con el 
verbo adornado, porque como solía decir el verbo se hizo hombre. A menudo 
me hacía llamar para decirme que no resultaban del agrado de Dios esas 
poluciones involuntarias; que si no era capaz de reprimirme, idease 
cualquier argucia para evitar la tentación del sueño pecaminoso.
 - Dios es testigo del desconcierto de mi naturaleza - le decía - 
emulándole en la expresión y tratando expresar todo aquello que mejor se 
adaptase a la idea a compartir - Intento superar esa desazón, que en 
ocasiones me domina. Pero con ser grave, padre, no es ello lo que mayor 
preocupación me causa - confesaba, de igual manera que haría ante el 
mismísimo Dios - Me confunde la atracción tan intensa que siento por ella, 
y desear al mismo tiempo seguir la senda de la luz, que surge plena de 
amor hacia todos cuantos necesitan del consuelo de Cristo...
 - Eso no puede ser, hijo. Dios nos requiere para una entrega total, sin 
limitaciones ni exclusividad. Siguiendo el camino vino uno que le dijo, te 
seguiré dondequiera que vayas. Jesús le respondió, las raposas tienen 
cuevas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde 
reclinar la cabeza. A otro le dijo, sígueme, y respondió, Señor, déjame ir 
primero a sepultar a mi padre. Él le contestó, deja a los muertos sepultar 
a los muertos, y tú vete y anuncia el Reino de Dios. Otro le dijo, te 
seguiré, Señor, pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Jesús le 
dijo, nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mire 
hacia atrás, es apto para el Reino de Dios...
 ¿Cómo decirle entonces de las dudas y pensamientos que me trastornaban, si 
no hallaba consuelo ni en sus palabras ni aun siquiera en el Nuevo 
Testamento? ¿Cómo hacerle comprender que pese al inmenso amor que sentía 
por Dios, había ocasiones en las que deseaba con fervor que me alcanzase 
el rayo de la muerte?
 Me confundían sus palabras y no hallaba satisfacción en aquellas 
explicaciones que intentaba, contrito el corazón y el ánimo encogido, 
aceptar con resignación.
 - La mujer es voluble; de palabra dudosa y ser más predispuesto al 
ornamento del cuerpo que del alma. Tienes que olvidarla; olvidar hasta su 
recuerdo - me decía.
 ¿Cómo olvidar su recuerdo, espacio en el que hallo el único consuelo, 
cuando el amor de Dios no basta? ¿Cómo compaginar el amor de Dios y 
precisar a la vez el sentimiento de un afecto aún más fuerte?.
 Nunca pude olvidar sus ojos de despedida. Tu formas parte de mí, y esa 
noche que detectas en mis pupilas, es la misma noche en que te sumerges y 
me sumerges. Le dije adiós, mano en alto, cálido nido abandonado, para 
adentrarme en un universo de claustros vacíos, sabiéndome desde ese 
momento partícipe de la legión de los desesperados de ternura que en este 
mundo han sido.
 Cierto que vendría a encontrar otros consuelos en la amistad de mis 
compañeros o en la sonrisa agradecida de aquellos a los que hacía compañía 
los sábados por la tarde en el Hospital de Oligofrénicos. Sin embargo, 
pese a ello y pese a ciertos acontecimientos que eventualmente me 
procuraban el olvido o una cierta suerte de felicidad, me sentía cada vez 
más solo.
 Ciertamente me preocupaba y preocupa el sufrir de los demás. En cierta 
medida y ya en mis primeros años de seminario, me sentía culpable del 
dolor ajeno. Esto hacia que en ocasiones me olvidase de mí mismo, en un 
intento por saldar no sé que deuda contraída por todos cuantos padecen de 
dolor o abandono.
 Pero evidentemente el tiempo vino a desdibujar al Juan del seminario. 
Ahora me resultarían difícilmente soportables las vomitadas y dolores de 
todos cuantos en aquellos lejanos días del Hospital buscaban en mí su 
alivio.
 Por aquella época acaeció algo que me causó gran confusión y que todavía 
recuerdo con azoramiento, por cuanto dos internas de la sección de 
oligofrénicas, se enamoraron de mí. Una, el único problema que tenía y por 
el que se hallaba interna y abandonada de los suyos, era ser ciega y 
tremendamente gorda; la otra, de unos veinte años de edad, se hallaba 
estancada en una edad mental no superior a los cuatro.
 Las dos eran muy capaces de comer por sí mismas. Sin embargo, cuando 
llegaba la hora de la cena, las dos se empeñaban, bien que les ayudase a 
partir el pan, bien a ponerse la servilleta o a cualquier otro menester, 
aferrándose en ocasiones a mí con auténtica desesperación. Yo era para 
ellas como un héroe, abandonadas como estaban de todo cariño de los suyos.
 Me decían que pasaban la semana contando las horas que les restaban para 
verme de uno a otro sábado. Y cuando, por cualquier circunstancia, no me 
era posible ir o simplemente demoraba la llegada, se negaban en redondo a 
tomar alimento alguno hasta no hacer yo acto de presencia.
 El cariño con el que me regalaban, superaba con creces esa paz interior 
experimentada al dar por buena mi acción de caridad del sábado en 
cuestión, sabiéndome como me sabía querido por seres tan puros e 
inocentes.
 Llegué, no obstante, a tenerles pavor. Las evitaba siempre que me era 
posible. En una ocasión si embargo, y creo recordar que por Navidad, la 
chica ciega me pidió como regalo un beso. Se lo di. Verlo la otra, venir 
hacia mí y ponerse a llorar como una Magdalena, fue todo uno. Hube de 
darle a ella otro beso y decirles a las dos que las quería mucho.
 Qué duro se me hacía seguir a Cristo. Recuerdo que la primera vez que 
visité el Hospital experimenté una sensación de asco y horror tal, que 
pensé que no sería capaz siquiera de franquear el umbral. La sala central, 
donde se hallaban arremolinadas las mujeres, despedía un hedor tan fuerte 
que habría sido capaz de cortarlo con un cuchillo. Llegué a experimentar 
la sensación de que unos brazos viscosos rodeaban mi cuerpo. Haciendo de 
tripas corazón, traspasé la puerta, pero pasé el resto de la tarde 
tratando de evitar resbalar sobre las heces desparramadas por el suelo.
 El transcurrir del tiempo me iría haciendo más insensible, más cómodo, 
ajeno en cierta medida al dolor de los demás, como si la vida fuera la 
gran comedia que uno ve en una gran pantalla.
 En estos momentos y en un plano meramente teórico me siento compenetrado 
con todos cuantos sufren, pero en la práctica he de admitir que evito 
todas cuantas situaciones problemáticas o conflictivas se me presentan.
 Esa desidia progresiva, una más que acusada desesperanza y la certeza de 
que se huye del camino verdadero, han llegado en algún momento a hacerme 
considerar la idea de que no merece la pena seguir viviendo. Empero la voz 
de Cristo y no sé qué última esperanza, me animan a proseguir, pese a que 
el ritmo y cadencia de unos acontecimientos que veo discurrir con asombro, 
provocan de continuo una alteración de mis esquemas. Concluyo por fuerza 
que este tiempo no es mi tiempo ni este lugar mi lugar.
 Todo transcurre muy rápido; evoluciona a velocidades de vértigo. Para 
morirse hay que hacerlo en hospitales asépticos, donde, en ocasiones, 
médicos y enfermeras aguardan nerviosos la hora de la salida o el cambio 
de turno, sin querer saber o importarles el padecimiento de quienes quedan 
atrás.
 Qué desconocido me siento, porque yo entonces lloraba de amor por esos 
seres. Lloraba de felicidad al sentir que de alguna manera contribuía a 
darles un poco de lo creía yo que por entonces me sobraba. Amaba el aire 
que respiraban; su imagen, su pensamiento, la felicidad que irradiaban; 
sus sonrisas de niño, tan cercanas a Dios; su espíritu puro..., 
compenetrado como estaba de un sentimiento universal de amor fraternal por 
todos.
 ...
 
   
  
 
 
Y no obstante tener a Susana en la misma esencia de mi ser, los propios 
arrebatos de la juventud y la vitalidad de la edad contribuían a que su 
recuerdo quedase en cierto modo amortiguado, como el dolor que mitiga el 
analgésico. La imaginaba entonces feliz en la lejanía y soñaba en ella un 
mundo de ilusión. Transcurrido un cierto tiempo, comenzaba sin embargo a 
experimentar una más que acusada desazón, cosquilleos en el estómago y una 
carencia, que me hacían respirar quedo y con prevención para no desmayar 
ante la insoportable ausencia. Era en esos momentos cuando me recogía en 
la soledad del cuarto, alzaba la vista al cielo e imploraba perdón a Dios 
por la infidelidad por amarte tanto y sentir a la vez que tu sólo amor, 
que es todo y abarca hasta el más pequeño de cuantos elementos conforman 
mi cuerpo, necesita de otra esperanza. En otras, y cuando la confusión y 
el dolor me atenazaban, impidiéndome incluso la normal respiración, corría 
al consuelo del padre López.
 - Padre, a veces siento auténtico vértigo al imaginar un mundo, que aquí, 
entre estas cuatro paredes, no alcanzo a vislumbrar en su conjunto. ¿Cómo 
compaginar tantos sueños con tanto y tanto dolor? ¿Cómo sobrevivir en un 
medio hostil, donde el hombre es lobo y a la vez cordero que devora y es 
devorado? ¿Dónde se encuentran el bien o la verdad? ¿Es posible ser feliz? 
¿Es preciso entregarse por entero a la Iglesia olvidándose del mundo? - 
preguntaba con la intensidad de mis ansias de saber.
 - El hijo pródigo se llevó de su casa muchos bienes. Unos los malgastó en 
tierras lejanas. Otros siguieron dentro de él, en su propio corazón junto 
al nombre de su padre. Este eco de amor le dio fuerzas para volver con su 
familia. Todo hombre es como un hijo pródigo, que siente en sus entrañas 
la nostalgia del bien y de la verdad. Cada vez que el amor llama a la 
puerta y la abrimos, es Dios que viene a nosotros. Yo estoy a la puerta y 
llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaré con él, 
y él conmigo, dice Jesús en el Apocalipsis. Tú, querido Juan, tienes a 
Dios permanentemente sentado a tu mesa. Pero en este mundo todo cuanto 
supone una conquista, un hallazgo, una gracia o simplemente el 
mantenimiento de una actitud coherente implica una renuncia, un dolor. No 
es posible encontrar esa felicidad total que añoras cuando, como bien 
dices, es tanto y tan grande el sufrimiento y tan escasa la existencia. 
Los sacerdotes somos seres tan normales y corrientes como lo puedan ser 
los demás. Lo que justamente nos diferencia de los demás es el libre 
compromiso asumido con Dios. Compromiso que se manifiesta en el amor a 
nuestros semejantes, en el amarás a tu prójimo como a ti mismo. En 
renunciar a la felicidad del cuerpo y de la materia y entregarse por 
completo al espíritu. En romperse el corazón a pedazos y entregar trocito 
a trocito a cada uno de los que nos rodean, sin quedarnos nada para 
nosotros mismos - respondía con un punto de dolor.
 - Pero si somos tan normales como el resto, porqué no nos está dado 
experimentar las mismas sensaciones que los demás - replicaba yo.
 - El sacerdote posee la mayor de las libertades. La libertad de asumir 
voluntariamente su independencia frente al sexo, que tanto condiciona al 
resto de nuestros semejantes. Es por ello también que el sacerdote se ve 
libre de pasiones lascivas, y esos oscuros y tortuosos deseos, tan 
cercanos a la animalidad - argumentaba entonces el Padre López.
 - Mi sentimiento hacia ella no es sólo de deseo - replicaba yo - Siento 
que necesito su sonrisa tanto como el amor de Dios para superar el miedo a 
la muerte.
 En ocasiones era al mismo Dios a quien dirigía en viva voz mis preguntas:
 - Dios, tú, por quien todo tiene sentido, que eres padre, amigo y hermano, 
dime ¿porqué es todo tan complicado? - suplicaba.
 En otras prefería soñar respuestas y un mundo diferente al de los 
sentidos, por miedo a que ese mundo ideal se me quebrara en la crudeza de 
un imprevisto. Soñar y recordar constituían entonces las únicas 
posibilidades reales con las que contaba para detener ese tiempo de sueños 
que a los hombres se nos escapa de entre la punta de los dedos. Intuía a 
Dios; lo sentía cuando la duermevela plegaba mis párpados transidos de 
oración y de confusos deseos.
 Eran éstos también los instantes en los que experimentaba el mayor de los 
dolores. El ejercicio sacerdotal, al que desde la adolescencia me había 
consagrado por completo, implicaba un compromiso activo con Dios, al que 
no podía renunciar una vez las dudas, pereza o aquella falsa alegría me 
indujesen a ello; y arrancaba de mi corazón, clavándome las uñas y las 
víscera palpitante entre las manos, su sonrisa y su mirada una y otra vez.
 Pero lo que en realidad inducía en mí el mayor de los horrores era pensar 
que aquella autocastración resultase finalmente inútil, por cuanto el 
hombre no deja de ser animal por más que el hechizo o el arrobamiento 
induzcan a contemplar amaneceres donde sólo existe el átomo excitado. El 
sólo hecho de admitir como hipotética tal posibilidad me hacía sentir el 
gélido frío de la soledad total. Era entonces cuando la dibujaba en el 
recuerdo y la soñaba tomándome la mano. Trataba de avanzar, despejando 
matorrales y arbustos, pero dos, tres pasos sentía que la enredadera se 
anudaba a mis pies haciéndome caer una vez más.
 Pero ¡son tan escasas y fugaces las alegrías!. Los sufrimientos son de 
mayor duración y dejan huella que poco a poco merman ideales e ilusiones, 
forjando en el hombre un sentimiento o sentido práctico de la vida, de 
manera tal que todo cuanto no le resulte próximo o le afecte no tiene para 
él mayor importancia que la que genera cualquier imagen difusa en la 
retina. Es entonces cuando se produce una gran confusión en la ya de por 
sí confusa naturaleza humana - no del todo angelical ni tampoco 
completamente animal -, al asumir esa incapacidad manifiesta de intuir el 
camino.
 Y sin embargo, no se anda sobrado de razones para comprender ciertos 
comportamientos en un mundo que apenas ha experimentado progresos 
sustanciales en lo fundamental. Las lágrimas vertidas por el hombre desde 
que Dios le dispuso sobre la Tierra alcanzarían para rellenar el hueco de 
un océano. El odio acumulado, el dolor, los padecimientos y abandonos, 
carencias de luz y de verdad, bastarían por sí mismos para formar una nube 
gaseosa que envolviera hasta el propio Sol. Resulta clamorosa la ausencia 
de ese Dios que de puro respeto para con la libertad del hombre, da la 
impresión de haber asumido una postura de indiferencia absoluta, 
provocando un aluvión de necedades, incoherencias o histeria por ver de 
hallar consuelo en este vacío doloroso. No resulta extraña, por tanto, la 
conclusión que si Dios es todopoderoso difícilmente se puede admitir la 
ignominia del hombre para con el hombre, a menos que sea éste el lugar 
para redimir causas o hechos generados en otra dimensión, sin posibilidad 
alguna de encontrar aquí la felicidad plena. Pero de ser esto así 
resultaría incomprensible la nula conciencia que se tiene del hecho. Vivir 
sería como un proyecto colectivo inútil, en el que la mayor parte de los 
seres, quizás todos, naceríamos para morir, sin mayores esperanzas o 
sentido.
 ¿Es conveniente por ello tratar de contemplarse por dentro? El hombre anda 
desasosegado intentando encontrar la luz que le permita averiguarse tal 
cual es, para extender esa claridad que sospecha dispone en su interior a 
aquellos con los que se siente más próximo. Lo conocido, si amado, posee 
la virtud de resultarnos imprescindible para la subsistencia. El niño se 
aferra a la madre desde el instante mismo de su concepción y sólo la 
muerte le libera de esta necesidad. De igual manera sólo el hombre que se 
conoce a sí mismo es capaz de amarse y extender ese amor a los que le 
rodean. Difícilmente puede un hombre confuso encontrar en sí sino el 
desamor, por lo que difícilmente puede dar aquello de lo que carece. Pero 
¿y el hombre que siente que en verdad ama y experimenta a la vez la mayor 
de las confusiones? ¿Se ama a sí mismo?. Es seguro que sí. Lo que sucede 
es que ese amor forma espiral con epicentro quizás más cercano en la 
animalidad que en lo trascendental, resultando ser fiera herida que busca 
el calor de la cueva y la luz del fondo de la caverna, y en la huida 
tropieza y cae, siendo al final pasto de su misma voracidad.
 
 
 
 
 CONTINÚA> |    
 
 
 
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